Al final todo es simple. De alguna manera, en la cama con M. vi por primera vez mi pene, mi penecito, mi miedo, mi deseo, mi consciencia: «yo no he nacido para follar». Vi la más bella y vi mi disfraz. Así que ya solo era cuestión de tiempo. Antes del cruel viaje a Italia todo estaba decidido. Aunque yo no me había dado cuenta al cien por cien. Pero unas semanas antes, llegando tarde a casa, la vi en el coche de un conocido común. Me acerqué, pero no hice caso de la cara de susto de los dos: «solo me ha acompañado en coche».

Ahora puedo interpretar mejor los movimientos del interior del vehículo mientras me acercaba y que fueron difusos por la escasa iluminación de la calle o porque no quise ver. Es evidente que él me vio a lo lejos, la advirtió y ella levantó la cabeza que tenía en el regazo del tipo. Se la estaba comiendo. Y por ella sé que es un pene enorme, «pero no es esa la razón, X. te aseguro que no es eso».

Después vino Florencia. Y especialmente una noche en un club cerca de Santa María de Fiori. M. propuso que cada uno charlara con quien la apeteciera esa noche. Pronto la vi rodeada de italianos encandilados por su belleza de niña sexi y lista. No me importó. Yo aún creía que yo era especial. Últimos coletazos de autoestima. De hecho, se me acercó un chico joven. Me dijo que su amiga quería hablar conmigo, que me encontraba muy interesante. Era un belleza espectacular. Diferente de M. que es sexi, enérgica, pero delicada. G. era voluptuosidad pura, cadera, pecho, pelo oscuro y largo, labios gruesos y tacones.  Acabamos en su coche fumando y bebiendo, pero decidí volver al club cuando me pidió que la acompañara a su casa. Me creí muy digno. Ahora sé que solo era miedo a follar. Si me hubiera agarrado por el pelo y obligado a lamerla hasta que hubiera tenido bastante no me hubiera negado. Pero no era eso lo que esperaba del chico guapo de Barcelona.

En el club me esperaba M. Debió preocuparme su falta de preocupación por saber qué había hecho yo. De algún modo pienso que ella aun creía que yo podía hacerme valer sin ella. Tal vez, en el fondo desease que hubiera follado, para sentirse mejor y dejarme sin sufrir por abandonar un ser desvalido, demasiado vulnerable.

Sí, me dejó el día siguiente de la vuelta del viaje. Me había hecho cornudo, repetidamente, y pensaba que seguramente estaba enamorada del tipo del coche. Y eso fue como un rayo que me cruzó la mente para ponerlo todo definitivamente en su lugar.

Desde entonces soy el gusano perdedor que se arrastra. Voy por el mundo como un castrado, todo yo hecho boca y lengua, ansioso por lamer. Y volví a tener novia. Aunque esa es historia, bastará con decir que puso una jaula en nuestra habitación. La mayoría de la veces, cuando salía con sus amigas, le gustaba dejarme ahí encerrado hasta su regreso con los testículos atados y prendidos de la reja superior de la jaula. Los días más afortunados, la jaula era mi cama -por lo común no me dejaba dormir en su habitación-.  Solía ocurrir cuando el macho que había escogido para esa noche se lo había traído a casa y se quedaba a dormir con ella.

Me decía que soy un encanto y que disfrutaba de que le perteneciera.

Era buena conmigo, porque me dejaba sus braguitas llenas de flujo y corridas, y me permitía tocarme mucho, porque sabía que soy un adicto a la masturbación.

Recuerdo con especial cariño el día en que dijo: «pronto deberás dar el paso de limpiarme bien con la lengua después de que haya follado a gusto», o lo ilusionado que estaba cuando un día me sacó a cenar. Me dijo que me haría un regalo si demostraba que la quería como ella merecía. Para demostrárselo tuve que acompañarla al baño. Allí escupió en el suelo y pisoteó su saliva. Me dijo que si la quería la lamiera del suelo. Después se encerró en el baño y oí como orinaba. De regreso a la mesa, lleno mi copa con su pis que llevaba en una petaca. Olía bastante y no sé si la mesa de al lado se dieron cuenta de que es lo que estaba bebiendo. Y mientras tragaba llamó al camarero para pedir postre -solo para ella- y coqueteó abiertamente con él.  Pero valió la pena. El regalo es que en una semana organizaba cena de chicas en casa. Y por lo visto, a Elena, su mejor amiga, le hacía mucha gracia todo lo que le había contado de mí: «Parece que quiere hacerte mil perrerías, le parece muy morboso y, por cierto, me ha dicho que vendrá con botas».

rt
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