Se entreabrieron las cortinas y ella salió. Me di cuenta que disimuló para ver si yo estaba al tanto, pero enseguida se dirigió en sentido opuesto como si no le importara. Mientras andaba sobre sus sandalias finitas de tacón altísimo, hizo ostensible el gesto de alisarse los repliegues de la malla que le enfundaba todo el cuerpo. El mensaje era evidente, quería que yo tuviera bien claro que acababa de ponérselo de nuevo, es decir, que acababa de follar. Yo estaba ya celoso, pero esa provocación acabo de ponerme enfermo, me faltaba poco para empezar a babear allí mismo.
Se sentó en un sofá que quedaba justo frente a mí, que estaba sentado en un taburete de la barra, a unos 5 metros de distancia. Girarse para verla era prácticamente una declaración, puesto que tenía que girar el taburete y dejar la barra a mis espaldas en un gesto poco natural. Lo hice. Entre los dos, una pasarela de ir y venir de chicas y clientes.
Cruzó las piernas y se reanudó el juego de miradas. Mejor dicho, yo la miraba y ella jugaba. Vi como pedía un cigarrillo a un hombre sentado al lado con una chica entre los brazos. El hombre se lo ofreció enseguida, olvidándose de la otra. Pero ella ni le miro. Se limitó a sacar el cigarrillo del paquete y dejar que el pobre hombre se lo encendiera.
Ahora era evidente que ella no haría como las demás, no vendría hacia mí. Al revés, con una seguridad pasmosa, dejó que varias se me acercarán. Debió disfrutar viendo como me las quitaba de encima. Debió confirmarle lo que seguramente sabía desde el principio.
El deseo me nublaba la mente. Me decía: «Venga, tu nunca has pagado por follar. No pasa nada. Y el dinero no importa, si es solo una vez». Y me levanté. Sentí las piernas temblorosas. Pero me planté frente a ella: «Hola, ¿puedo sentarme?». No estoy seguro de que llegara a emitir ningún sonido. Solo sé que acompañó con la boca el gesto de asentimiento: «Sí».
Dos besitos. Me pidió también un cigarrillo -dejé la cajetilla sobre la mesilla para que tomara los que quisiera- y me hizo invitarla a otra copa. Dios santo, era tan guapa. Me recordaba a G. de Florencia. Pero aun más voluptuosa.
Tras las mínimas presentaciones, acercó su cuerpo al mío. Me miraba a los ojos al sorber la copa. Y me dejó hablar un poco -le hacía gracia verme titubear- de manera que cada vez era más evidente mi inexperiencia y torpeza. Yo hablaba sin sentido, con algún tartamudeo, hasta que me hizo callar de repente con un dedo en mis labios y una mano en mi rodilla:
-¿Te gustan mis pies, verdad?- Yo asentí -Sé que te gustan, y sé que te gustan mis uñas pintadas. De vez en cuando se te escapa la vista, y yo sé cómo son los hombres como tú.
Está vez caló el cigarrillo y me hecho el humo en la cara.
– Mira, yo no sé si hoy te dejaré follar. ¿La tienes pequeña, no?- y mientras lo decía, me tocó por encima el pantalón, provocándome un ridícula erección de la que no hizo el mínimo caso, salvo por la sonrisilla malvada que ya me estaba volviendo loco.
-Pero de todas maneras, vas a pagar, me acompañarás al reservado y ya veré lo que hago contigo. De momento, dame tu tarjeta.
– Pero, ¿por qué me haces esto?- pregunté ingenuamente. Ella fue rotunda – Porque tú no eres un hombre, tú eres un cobarde.
Se levantó y me hizo seguirla detrás tirándome de la camisa. Así me llevó hasta la caja. Estábamos aun a la vista de todo el que quisiera mirar. Hizo los trámites y, a la vez que se apretó contra mi cuerpo, pidió un botella de champagne, me cogió del pelo, me pegó un bofetón y me hizo inclinar la cabeza con fuerza: «un cobarde», repitió.
Detrás suyo la seguí detrás de las cortines, sin poder dejar de mirar ni un segundo su uerpo de diosa, su bamboleante culo divino.
En el reservado pareció bajar el tono. Se puso muy coqueta. Jugueteó con sus pies y sus tacones y finalmente los puso sobre mi regazo. Me preguntó por mí, qué hacía, mi familia, etc. Mientras, me iba acariciando el pecho, el cuello, el cabello y pasaba la mano por mis labios para que yo fuera besándosela. De repente, detuvo el dedo en ellos y suavemente me abrió levemente la boca y lo introdujo en ella. Podía notar su larga uña delicada sobre mi lengua: «Ahora te daré un besito y después podrás besarme los pies».
Me besó húmedamente con su carnoso y tersos labios, me dio un poco de lengua para que la probara y después se fue apartando lentamente de los míos. Reapareció el «camarero» al que entregó de nuevo mi tarjeta (iba pasando el tiempo) y al que yo ya no hacía caso.
-Le he dicho al camarero que avise a una amiga. Quiero que vea como te tengo besándome los pies. Y pagarás también para que ella esté aquí. Así que ya sabes, puedes ir empezando que cuando llegue te vea bien lindo a mis piececitos.
Me arrodillé en el suelo. Ella hizo un gesto de que bajase los pantalones y me tocara. «Cobarde», dijo de nuevo. Mientras yo ya los lamía, recorriendo las tiras de la sandalia.
Cuando entró su amiga yo estaba besando con auténtico amor sus deditos y limpiando el sudor y todo lo que hubiera entre ellos. Empezaron las risitas y la charla entre ellas. Casí no se dirigían a mí, si no era para burlarse con cosas del estilo «¿Están saboroso, cerdito?» o «Eres nuestro pequeño esclavo»…
Al poco me hizo incorporar de nuevo. «Esta es Sandra y está encantada de ver lo estúpido que eres». Sandra me desabrochó la camisa. Debo decir que yo ya iba bastante bebido. María me escupió todo un sorbo de champagne por encima y Sandra metió la mano para pellizcarme los pezones. Entonces, María se acercó mucho a mi cara, casi rozándola y me dijo que normalmente le daban asco los tíos como yo, justo mientras me llevaba la cabeza entre su pecho y su hombro, como si fuera un niño vulnerable, y con la otra mano empezaba a masturbarme: «Pero tú eres diferente, eres un cobarde, pero eres diferente, tú vas a ser de mi propiedad».
La frase me excitó muchísimo, mi pequeño pene se estiró más, pero yo aun no imaginaba hasta qué punto lo decía en serio. Un placer desconocido me recorría de arriba a abajo, electrizante, deseoso de eyacular envuelto en el aroma de su perfume y acariciado por su piel, tan al borde de sus pechos que me alcanzaban solo para darles besitos, casi como si en lugar de dárselos tuviera que lanzárselos.
En algún momento, las dos empezaron a besarme. Se turnaban. Y los besos se convirtieron en amagos de lengua sobre mis labios y después en saliva que caía de sus bocas para que yo me la tragara…estaba a punto de correrme como nunca lo había hecho. Y entonces se detuvo: «Lo siento pequeñín, pero hoy no quiero que te corras». Yo jadeaba. No podía ni hablar. Creo que estuve a punto de refregarme contra sus piernas como un perro. No quiero ni imaginar la cara que tendría.
-Hoy has pagado mucho dinero y has sido un buen chico. Eres un cobarde. Un hombre no se deja hacer todo lo que te hemos hecho. Pero eres un buen chico y eres un chico listo y me gustas. No quiero tenerte aquí. Aquí es donde trabajo. Te he puesto mi número de teléfono en el bolsillo del pantalón. Ahora vete y ya me llamarás.
Repito que yo estaba bastante borracho, pero no creo que me equivoque demasiado al referir sus palabras.
Recuerdo que después únicamente pude levantarme y darles un beso. Primero a Sandra y después a María. Salí del local y ya amanecía. Estaba muy confuso. No recuerdo cómo llegué hasta mi casa, pero recuerdo a la perfección que al llegar me tiré en la cama e intenté masturbarme. Pero no pude. Estaba excitado aun como un animal, aunque algo desquiciado. Por mi cabeza se cruzaba el recuerdo de todo lo sucedido y la consciencia de haber gastado un dineral que no podía permitirme. Insistí en mi patética paja. Pero no pude. Y no hace mucho que he entendido el porqué.
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