De hecho, el porqué no era nada complicado de dilucidar para cualquiera que estuviera listo para entender. Yo no lo estaba, pero sí para caer. La prueba es meridiana; no podía masturbarme, porque en el estado semi-hipnótico en el que me había tenido María tras las cortinas del club, había recibido una instrucción sutil: yo no iba a correrme sin su permiso. Eso operaba desde el fondo de mi psique, sin duda.
Así estuve los tres primeros días, excitadísimo todo el día, con la sexualidad aflorando por los poros de la piel. Andaba por la universidad -tanto en las clases de doctorado, como en las que yo impartía a los estudiantes de primer curso y a un grupo de Erasmus- con la sensibilidad de un perro. Estaba permanentemente consciente de mi genitalidad, atento a todas las chicas monas que pasaban, la mirada persiguiendo faldas cortas, el oído aguzado al cliquetear de unos tacones -que podía oír a distancias sorprendentes-, y el olfato, sí, el olfato hiperactivo. Y en este estado, sin previo aviso, en cualquier momento el fogonazo en la mente de la noche con María. Mi situación perceptiva varió tanto que perdí la noción del riesgo. Por ejemplo, recuerdo que en el bar donde solía comer -muy frecuentado tanto por profesores como por alumnos- vi a una chica de mi primer curso sentada en la barra y hablando con una amiga. Me senté a su lado, en el taburete contiguo, que acerqué todo lo que pude al suyo. Me saludó amigable y tímidamente. Seguro que estaba algo intimidada por la presencia tan cercana del profe. Dije algo, seguramente muy pedante, y ella rió de un modo complaciente a la vez que se ruborizaba ligeramente. «Seguid, seguid, que estabais hablando y no quiero interrumpiros». Se volvió de espaldas y retomó la conversación. Decidí no comer. Estaba demasiado nervioso para tener hambre. Me limité a un café con la intención de permanecer allí y olfatearla, sí, olfatearla. ¡Qué bien olía! Pasados unos pocos minutos ya podía distinguir el olor que procedía de su pelo, el de su perfume ligero y el de su piel. Estado de percepción alterada. Así lo llaman. Tan alterado estaba que lo que hice estaba fuera de todo lo razonable. Me acerqué tanto a ella para olerle el pelo, que si no hubo reacción por su parte debió de ser por lo azorada que se sintió y por el deseo de no hacer más evidente lo incómodo e inusual de la situación. ¡Virgen María, si estoy casi seguro de que incluso cerré los ojos para paladear su fragancia con un aliento profundo e indisimulado! De repente fui consciente de lo que estaba haciendo. En poco más de dos horas la tendría en clase. Me asusté de mí mismo, pedí la cuenta vehemente y salí de allí corriendo. ¡María que me has hecho!
Habían pasado tres días. Desde el primero -o mejor dicho, desde el despertar de la primera mañana y con una resaca más mental que alcohólica- deseaba coger el papelito que ella había dejado en mi bolsillo y llamarla. Creo que me retuvo una voz en mi interior que advertía de que estaba a punto de cruzar un paso fronterizo sin pasaporte para la vuelta. Sin embargo, el tercer día ya no podía más. Y no podía seguir de aquella manera.
Al salir del bar me dirigí a mi despacho y desde ahí intenté llamarla. En vano, no cogió el teléfono. Después de la tercera llamada, poco antes de entrar en clase, recibí un mensaje de texto: «Te llamo en un rato». Yo le contesté con otro, diciéndole que entraba en clase y no podría descolgar. Replicó en menos de un minuto: «¿No harás eso por mí? Quiero que lleves el móvil encendido y me contestes, estés donde estés».
Entré el aula muy inquieto. Los alumnos tienen terminantemente prohibido el uso del teléfono en clase. Si me llamaba entonces, menudo ejemplo el mío. Para complicar más la situación, ahí estaba la chica del bar. Esta vez el que se ruborizó fui yo. Y me parecía que todos podrían darse cuenta. Estaba sentada en la primera fila, pero para mi sorpresa me dedicó una sonrisa para nada incriminatoria. ¡Desde luego, parece que nadie quiere ver que el rey va desnudo! Eso me tranquilizó. Estaba dando la clase con relativa normalidad, casi olvidado del teléfono en el pantalón, cuando de repente sonó. En aula se hizo un silencio denso. Cogí el móvil. Era ella. Me disculpe brevemente y contesté:
-Estoy en clase, de verdad que ahora no puedo hablar- susurré.
– No te preocupes…estoy orgullosa de ti. No tienes que contestar más que con un sí. Está noche me sacarás a cenar. Tú sabrás dónde. Recógeme a las 9:30 en la esquina de la calle Londres con Muntaner- y colgó justo después de que yo dijera que sí.
Prácticamente no tenía tiempo de acabar la clase y pasar por mi piso para adecentarme para salir. Así que dije a mis alumnos que tenía migraña y di la clase por acabada. Salí sin despedirme e hice como que no me daba cuenta de que la alumna del bar se levantaba con una sonrisa coqueta y con el ademán de dirigirse a mí, probablemente con alguna excusa de pregunta académica sobre la bibliografía y, de paso, desarme que me mejorara. ¡Dios santo!¡Es que no se dan cuenta de que el rey va desnudo!
Me lancé a la carrera por la puerta lateral de la facultad con la mano levantada pidiendo un taxi. De camino a casa, con los ojos inflamados y los músculos doloridos como si tuviera fiebre, aproveché para reservar en mi restaurante preferido de la Barceloneta. Tuve suerte, puede hacerme con una mesa en un rinconcito con vistas al mar que me encanta.
Después de todo, iba a conseguir llegar puntual. Me arreglé y salí con mi coche hacía la dirección indicada. Después de aparcar, llegué con cinco minutos de antelación. Ella aún no estaba. Diez minutos después, ya dudaba de si me había equivocado de lugar a causa de los nervios al recibir la llamada en lugar tan inapropiado o si, simplemente, ella gustaba de hacerse esperar. Decidí esperar diez minutos más antes de llamarla. Cuando lo hice, no me contestó. De manera que me vi obligado a esperar un rato más. Finalmente, a la segunda llamada puede oír su voz:
-¿Si, dígame?- contestó con sequedad.
– María, soy yo. Te estoy esperando donde me dijiste- le contesté completamente confundido.
– Lo siento, hoy no iré- replicó sin más. ¿Estaba jugando conmigo? Sentí una mezcla de rabia, a la vez que comprendía que no sabría oponerme. Intenté no claudicar.
– ¡Pero si has sido tú la que prácticamente me ha ordenado que te llevase a cenar!- fue todo lo que se me ocurrió.
– ¿Prácticamente?- preguntó retóricamente antes de reírse ostensiblemente -Verás, no quiero que te pongas pesado. Tú y yo sabemos que el que está ansioso por verme eres tú. Así que deja ya de hacerte el hombrecito ofendido. Nos veremos el viernes, a la misma hora, pero mejor manda un taxi a esta misma dirección y les das a ellos las señas del restaurante. Que pases una buena noche, cobarde.
Eso fue todo. Simplemente volvió a colgar. Yo llamé al restaurante para cambiar la reserva y entré en el bar más cercano para tomarme una copa antes de volver moralmente hundido a mi piso.
El resto de la semana fue peor. Solo puede pensar en el dichoso viernes y poder volver a verla.
Trabajé en mi tesis, preparé clases y tomé café con la alumna de la primera fila un par de veces. Fue encantadora e insinuante, pero yo solo pensaba en el viernes, así que no dejé que la conversación escapara del ámbito académico. Nada más…hasta que llegó el viernes. Intenté no adelantarme de la hora excesivamente. Hice bien, porque ella se retrasó algo más de tres cuartos de hora. Finalmente vi a través de la cristalera como un taxi estacionaba justo frente al restaurante. Se abrió la puerta y la secuencia fue calcada a un clásico reproducido en tantísimas películas. El pie enfundado en tacones de estilete asomando bajo la puerta del taxi, ella irguiéndose al salir con gesto altivo, sabedora de que automáticamente concentraba la atención de las miradas masculinas de alrededor. Miró hacia el interior del restaurante para localizarme y para hacerme un gesto indicándome que saliera a pagar la carrera al taxista. Empezó a andar en dirección a la puerta de entrada, a la vez que yo salía a su encuentro sacándome la cartera de la americana. Sus andares eran maravillosos. Iba con un vestido negro muy ceñido con la falda por encima de la rodilla y con escote discreto que no ocultaba sus voluminosos pechos. Por encima llevaba una chaquetilla delgada de cuero y un pañuelo oscuro en el cuello. Calzaba botas altas que también se le agarraban a las piernas como si se las hubiera hecho a medida. Nos cruzamos a medio camino y me detuve a darle dos besos con el aliento entrecortado por la visión. Fui hiperconsciente de su delicada piel. Ella apenas se detuvo. Siguió andando hacia el interior del restaurante mientras yo pagaba al taxista. Por el precio resultó evidente que no había venido directamente. Cuando volví a entrar, ella ya estaba sentada en la silla que yo antes ocupaba: «¿No te importa que me siente aquí, verdad?». Claro que no me importaba. Pero a ella le gustaba oírmelo decir. Me senté y de nuevo se quedó callada, mirándome muy fijamente a los ojos y mostrando su discreta y pícara sonrisa. «Bien, entonces, ¿qué vamos a cenar, caballerito?».
( CONTINUARÁ…)
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