El lunes seguía con el cielo amenazante, pero aguantó todo el día. María me había citado en Plaza Catalunya. Vivo cerca. Al acabar las clases, me acerqué a mi casa para arreglarme un poco. Apenas cené, puesto que los nervios me carcomían ¡Oh virgen santísima, poder tener a María al fin! No podía dejar de pensar en el encuentro. Me imaginaba en la luz mortecina de su habitación. Acariciando sus hermosos pechos, besando su vientre; ¡hum! agasajar su muslos con las yemas de los dedos y subir hasta el culo. Apretarlo suavemente primero y jugar con mis dedos entre las nalgas para abrirlas delicadamente y así, después, por detrás, sentir la humedad de su sexo en mis manos. ¡Oh! Y lo que más me excitaba, casi hasta llegar a conmoverme solo al pensarlo, era besarla. Besarla bien. Largamente. No los besos breves con que me había embelesado hasta el momento. Besarla, besarla y sentir su largo pelo alrededor de mi cara, enredándose por mi cuello y notarlo deslizándose por la espalda mientras nos besábamos, besándonos bien, larga, lenta y húmedamente. Rozaría mi pene contra su cuerpo y abrazados empezaría a masturbarla. Bien excitados, ella bien mojada y yo goteando preseminal, descendería hasta su coñito precioso -tenía que ser precioso- y me lo comería con devoción. Sé qué lo hago muy bien. Le iba a encantar, y no dejaría de lamerlo hasta que orgasmara en mi boca y así poder beberme todo, bebérmela a ella con el rostro empapado de fluidos y el perfume de su corrida como un bautismo de esa vida nueva que ella me daría.
Dejaría que descansara brevemente, le masajearía la espalda y empezaría a darle pequeños besos apenas insinuados en la nuca y las orejas. Besos invisibles. Seguro que nos susurraríamos obscenidades y mimos alternativamente para excitarnos de nuevo y luego sí….luego, follaríamos mirándonos fijamente a los ojos, poco a poco, mordisqueándonos, lamiéndonos los labios, con lentitud fatal, insoportable, conteniéndonos, apretados… hasta no poder más ¡Dios, Ahhhhh…. joder, quiero tenerla ya!
No podía controlar la imaginación mientras andaba hacia el lugar de encuentro. Si antes la idea de salir a bailar me pareció inconveniente, ahora se me antojaba un preludio perfecto. Eso iba a subir mi excitación, de tal manera que llegado el momento de ir a su casa estaría totalmente envuelto en un oleaje de deseo.
A estas alturas ni falta hace decir que no llegó puntual. Yo andaba como un loco inspeccionando los taxis que se acercaba. Ahora ya sabía que María no es chica de viajar en metro. Entonces, oí como frenaba un coche a mis espaldas. La verdad es que no sé por qué yo no me había detenido a darle vueltas a lo que me dijo sobre el hecho de que no podíamos quedar para cenar porque estaba ocupada. El lunes era su día libre, precisamente. Ahora, cuando me volví, sus palabras me acosaron como una ráfaga de interrogantes que me envolvían en una red de angustia. ¿De quién era ese coche? Todo fue muy rápido. Abrió la puerta y se bajó. El coche era una de esas máquinas bellas como un carro de combate -creo que dijo Barral-. Un mercedes -no me pregunten cuál, pues nunca he sabido de eso-, un coche enorme de vidrios tintados y de un azul muy oscuro, casi negro, cuya carrocería metálica soltaba destellos bajo el alumbrado de los neones barceloneses. ¿Cómo no inquietarse? Sin embargo, debo añadir que María apenas me dio tiempo a recrearme en esas turbulencias. Lo cierto es que bajó del coche sin gesto alguno de conceder a la extraña situación ninguna importancia. Me desconcertó completamente, porque vino hacia mí prácticamente corriendo, ¿estaba alegre? Me mostró una sonrisa franca; sí, se alegraba de verme. Yo nunca la había visto así, ¿jovial es la palabra? Creo que sí. Era una actitud completamente inusitada en ella. Corrió hacia mí, ¿corrió? Creo que sí. Y se abalanzó sobre mi cuello para darme un abrazo sin perder la sonrisa y decirme «cariño» dándome un primer beso en la mejilla y un segundo en los labios. Entonces fui consciente del sobre que llevaba en el bolsillo de la americana -con los pasajes a Roma, la reserva del hotel en la Piazza di Spagna y algunos billetes para gastos-. Dudé de entregárselos en aquel momento, pero de nuevo ella lo impidió. Tenía planes para esa noche y parecía tener prisa. Me agarró de la mano y dijo: «Vámonos, me muero por bailar…¡hay que pasarlo bien!».
Me llevó por un laberinto de callejuelas de barrio Gótico, Ramblas abajo. Sin soltarme de la mano ni un momento -casi tiraba de mí, y sorprendentemente no dijo nada de taxis- cruzamos Vía Layetana y seguimos en dirección al mar por delante de Santa María. De repente torció por un pasaje por el que yo no había pasado nunca. Ven, cariño, es por aquí, te va a encantar. Apenas estaba iluminado. Iba tan rápido y estaba tan oscuro que pensé que en cualquier momento haría el ridículo trastabillándome. Más o menos a la mitad, tomamos una callecita de no más de dos metros y medio de ancho y nos detuvimos delante de un portal con la puerta de madera, no mucho mayor que el de una escalera de vecinos y sin ninguna indicación o letrero. Me miró, sonrió y llamó a la puerta.
Un negro grandullón y musculoso nos hizo pasar. Aunque creo recordar que no soltó palabra, resultó evidente que se alegraba de ver a María. Descendimos unas escaleras y me quedé atónito. Bajo una inmensa bóveda de piedra -por la zona tenían que ser unos subterráneos romanos- descubrí un club clandestino. ¿Cómo era posible que yo no lo conociera? De hecho tampoco conocí a nadie a primera vista. Ese no era mi mundo. Había mucha gente. La barra estaba abarrotada. La mayor parte del local lo ocupaba la pista de baile, donde una multitud de cuerpos jóvenes se contorneaban con una facilidad de la que Dios no me dotó a mí. La música era estupenda. Hip-hop negro y latino, fundamentalmente. Aunque también sonó algo de flamenco fusión, jazz electrónico y el Dj daba tregua a los bailarines impenitentes ensamblando algún clásico de la música latina. La gente bailando me fascina. Mi atención se fijó en ellos: gente guapa; otra gente guapa, no mi gente guapa.
María me llevó a la barra. Dos rondas rápidas de tequilas con sal y limón para salir inmediatamente después hacia la zona de baile. Y eso fue precioso. Bien es cierto que al principio yo intenté seguirla y bailar frente a ella, pero no puedo evitar tener un sentido del ridículo tal vez desproporcionado para bailar. Tengo la sensación de que todo el mundo se da cuenta de que soy un patoso y se acrecienta en mí el sentimiento de vergüenza que hace que todo intento por coordinar mis movimientos resulté inútil: «María, mi niña, ojos salados, te dejo aquí que bailes y disfrutes, pero deja que yo vaya a la barra». Con esa mirada suya que siempre parece contener un entendimiento instintivo y profundo de las cosas, me indicó que no pasaba nada y me sonrió de nuevo sin dejar de bailar: «¿Estarás bien?», preguntó. «Sí, lo estaré, aunque parezca algo absurdo a mí me gusta estar aquí aunque no baile, me gusta estar aquí, me gusta mirar y me gusta la música, y me encanta mirarte a ti». Ella asintió con la cabeza. Y entonces eso fue precioso. Yo la miraba desde la barra. Un Ángel demasiado humano, que como llevado por un pacto prohibido le hubiera sido concedido el don de moverse sin apenas rozar el suelo. Escribió Rilke que «todo ángel es terrible». Viene a significar que lo es porque «lo hermoso solo es el comienzo de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar, porque no parece que vaya a aniquilarnos». Cito de memoria. Pero lo importante es que ustedes juzgarán hasta qué punto María -luz de mi vida, fuego de mis entrañas; pecado mío, alma mía- iba a aniquilarme o no. En cualquier caso, por entonces fue muy bello. Era evidente que bailaba desde una espontaneidad que hacía que aquello pareciera una cualidad innata en ella. Y no era menos evidente que, a pesar de que el lugar no era una vulgar discoteca para el ligoteo ebrio de turistas, estudiantes y otras especies por el estilo, María concitaba la atención de los hombres -y aun de varias chicas- que bailaban alrededor. Así que no puedo decir que fuera rodeada por los moscones, fue más bien un interés creciente en torno a su carisma en movimiento. En ese magma en danza fue bailando con diferentes chicos. Y en fin, el baile es el baile, tampoco soy tonto. A medida que pasaba el rato, ese magma se pegaba más a ella, como una brisa caliente que se entretenía arremolinándose en la fuerza gravitatoria de su sexualidad exudada. Durante ese rato, ella me buscó varias veces desde la brújula infalible de sus interminables pestañas. Me sonría cada vez, especialmente cuando un chico guapo bailaba con ella pegado a su espalda. Uno con pinta de holandés se puso detrás y sutilmente empezó a acariciarle las piernas hasta que la lógica de la cadencia rítmica le llevó a agarrarla por la cadera. Ella lo acogió echando hacia atrás la cabeza. Bailó con él y por unos segundos dejó que las pestañas descendieran como un abanico cayendo sobre una falda. Eso ya no era simple jovialidad, pero tampoco era más que baile.
Claro que me puse nervioso, pero bueno, al fin y al cabo, esa noche iba a ser mía, y parecía que si yo quería iba a ser mía sin más, simplemente mía. Cariño, me había dicho. Alegre, jovial al encontrarnos antes en plaza Catalunya. Pedí un malta y advertí que no me quedaban muchos cigarrillos. Ella se acercó: «Estoy agotada, pero ni te imaginas lo caliente que me pone bailar…nene, hoy vas a disfrutar». Encendió otro Chester de mi paquete y yo le pregunté si quería irse ya. «No, cariño, la verdad es que había quedado con un amigo que hace mucho que no veo y que está de paso estos días por Barcelona, ¿no te importa, verdad? Es solo saludarnos y os presento…pero no sé qué habrá pasado que llega tarde». La verdad es que yo no supe cómo reaccionar a este imprevisto. Entenderán que me molestó, pero también comprenderán la prudencia de mi reacción -¿o acaso soy el único animalillo con el juicio suspendido por todo lo que les he contado hasta el momento?-. Ella había estado tan maravillosa conmigo aquella noche que ponerle objeciones hubiera parecido poco justificado por mi parte. No las puse. Sin embargo necesitaba alejarme un momento y tomar el aire, recuperar el temple después de ese contratiempo: “No, claro que no me molesta, pero voy a salir un momento porque nos quedaremos sin tabaco y me han dicho que aquí no venden”.
En la calle no brillaba ni una estrella. Me costó dios y ayuda encontrar algo que fumar. Por las cercanías ya no había ni un sitio abierto a esas horas. Tuve que andar hasta las Ramblas de nuevo, donde siempre hay alguien a quien comprar un paquete de Malboro andorrano de contrabando. De regreso, empezó a lloviznar y yo iba sin paraguas.
Cuando regresé al club iba calado. Descendí las escaleras y busqué a María con la vista, pero no la vi ni en la pista ni en el barra. Supuse que estaría en el baño. ¿Habría llegado ya su amigo? Intenté localizarle a él, jugando a adivinar quién podría ser, pero no tenía ninguna pista. Ella no me había dado ninguna descripción. Tampoco sabía su nombre. Probablemente el segurata de la entrada estaría al tanto, y puede que incluso supiera indicarme quién era ese hombre que estábamos esperando: “¿Perdona, has visto a María o has visto si estaba con un amigo?”. Él me contestó bruscamente casi sin reparar en mí: “¿Con un amigo?… bueno, sí, andaba por aquí con Valde”. Me di cuenta que era mejor no preguntar más. Valde. En fin, no tenía más remedio que esperar. El local seguía a rebosar, aun y siendo un lunes ya tan tarde. Pasaron unos diez minutos o algo más. Entonces aparecieron. Sonrientes los dos: “Adrián, si que has tardado…mira este es Valde, el amigo del que te hablé”. Lo saludé con la poca cordialidad que por entonces yo era capaz de expresar. Ambos se dieron cuenta, y María me explicó que habían estado bailando y que Valde le había invitado a una rayita de coca en el baño y que seguramente, entre risas, se le había ido la noción del tiempo: “¡Carai! Hemos salido del baño porque una niñata estaba aporreando la puerta…jajajaja”. El tal Valde era un brasileño mulato de apenas treinta años. Era alto, tanto como yo, pero con un cuerpo que se adivinaba fibroso y fuerte. Llevaba una camisa de estampado colorido pero elegante, desabrochada hasta el pecho, dejando a la vista un colgante de piezas de madera y corales. Me explicaron su historia, que habían estado medio liados, pero que pronto se dieron cuenta que solo podían ser buenos amigos. Nos parecemos demasiado… ya sabes. Por lo visto, el tipo era bailarín y fotógrafo. Ahí casi me muero de risa por dentro, de no ser porque sabía que María no opinaba lo mismo. Recondujeron la conversación, pero al cabo de unos minutos María me preguntó si me importaba que se dieran unos bailes más con Valde: “Verás, la verdad es que tenía otros planes, de hecho ahora me gustaría estar tranquilos aquí y darte algo”. A ella se le iluminó la cara: “¿Has traído mi regalo? ¡Sí! Qué ilusión…ya se me había olvidado”. No se me escapó que si había olvidado el regalo que me pidió tan imperativamente, era lógico que hubiera olvidado también el mío…y el maldito Valde estaba ahí. “Dámelo, dámelo, lo quiero ahora mismo”. Por increíble que parezca, parecía otra mujer. Se comportaba como una niña ilusionada, como una chica buena. Le entregué el sobre con el viaje pagado para ella y la amiga que escogiera. “Oh, cariño, no esperaba tanto…no era necesario tanto”. Dejó la documentación del viaje sobre la barra, me dio un beso fuerte en la mejilla e insistió en que teníamos que celebrarlo con otra ronda. Los tres golpeamos los chupitos de tequila y vi que lo hacíamos justo encima del sobre que contenía los pasajes y que ella había dejado ahí encima. El tequila vertido empaño ligeramente las reservas del viaje.
Valde se excusó para volver al baño y ella aprovechó para decirme que se iba a dar un último baile de despedida con él, que al día siguiente él regresaba a París y que después nosotros nos iríamos a su piso a celebrarlo solos. Así se hizo. Cuando Valde regresó, ella ya estaba en la pista y le hizo un gesto insinuante de que fuera para allá. Avanzó unos pasos en su dirección y le cogió del brazo a la vez que apoyaba la cabeza en su hombro. Así entraron bajo las luces y se sumergieron en la música. Me costó seguirles con la vista, porque de inmediato se internaron en aquel bosque humano de bailarines. Me levanté del taburete y me acerqué todo lo que puede, justo hasta el límite de la pista, del bosque, de la selva. Los veía intermitentemente, según me permitía los movimientos pendulares del magma animado que con sus extensiones de torsos, brazos, piernas, caderas y luces flasheando me los ocultaba y mostraba en su ir y venir. Lo que alcancé a ver no me gustó. Pero solo era un baile. Y si había tenido la oportunidad ser invitado al otro mundo de María, ese mundo que yo solo había intuido y apenas entrevisto, debía tratar de comprenderlo y aceptarlo con su gracia, su inocencia, su promiscuidad naturalizada, su espontaneidad. Valde la agarraba con fuerza, con la belleza de sus brazos musculosos en extensión y luego la atraía hacia él hasta levantarla para arrimarla a sus caderas. La agarraba y atraía de tal modo que ella quedaba prácticamente encaramada sobre él, sobre sus ingles y con la espada arqueada, suspendida en el aire. La besaba en el cuello y ella se dejaba. Ahora no dejaba caer los párpados, ahora cerraba los ojos. Pero solo era un último baile. Solo era la lógica de un mundo que no era el mío, pero que tal vez pronto viviría contiguo al mío. No debía objetar nada.
Al acabar la canción se dieron un largo abrazo, se despedían. Sin duda se tenían cariño, pensé. Regresaron a mi posición. Ya no hubo más charla, únicamente un apretón de manos. Valde se había acabado por esa noche, por las próximas noches, por unos buenos meses –con un poco de suerte-; ahora María era para mí.
Fue al cruzar el umbral de la puerta del local y pisar la calle cuando ella me dijo: “Ahora veremos de lo que eres capaz, mi nenecito”.
No recuerdo cómo llegamos. Todo lo que atesora mi memoria en el intervalo que va de la salida del club hasta el martes al mediodía se limita a lo que sucedió a partir del momento en que llegamos el rellano de su piso. María sacó un pañuelo de cuello de su bolso y sin mediar palabra lo anudó en torno a mis ojos, dejándome completamente carente de visón. Olía deliciosamente a ella. Oí las llaves y también como se abría el cerrojo de la puerta. Me hizo avanzar unos pasos hacia el interior del piso: -Aquí estás bien, quieto.- me ordenó –Ahora quiero que te desnudes, desnúdate completamente… entero, también los calzoncillos, quédate solo con los calcetines puestos-. Así lo hice. Tiré la ropa malamente al suelo. No conocía bien el piso. Sospechaba que estaba aun en el recibidor. Recuerdo que me sentí muy ridículo, a la vez que excitado. Yo desconfiaba de mi desnudez, no me cuidaba, y estar en calcetines me hacía sentir aun menos atractivo. María solo dijo: “Vaya, lo que pensaba”. Mantuvo unos segundos de silencio que me parecieron eternos. Estaba siendo juzgado y conocía la sentencia. Luego añadió: “Bueno, en fin… ahora has de ser un buen chico y esperarme aquí, no quiero que te muevas”. La verdad es que el cariz que tomaba la situación no es lo que yo había imaginado para esa noche, pero un hecho indiscutible se imponía: sin llegar a estar erecto, mi penecito cobraba vida, podía sentir su tenue y tímida palpitación nerviosa. Oí los tacones de María alejarse. Me pareció que abría una puerta. Luego el sonido que me llegó fue confuso. Mi cabeza intentaba interpretar cada señal auditiva. Creí escuchar como su vestido resbalaba y caía al suelo. Distinguí una mano tanteando perchas de un armario, los zapatos desnudos contra el parquet y sus pies calzándose de nuevo. Luego de nuevo sus pasos hacia otra habitación y después me inquieté porque estaba casi seguro de que estaba tecleando un número de teléfono. Murmullos, un amago de risa apagada. Estaba claro que no tenía ninguna prisa, como si se hubiera olvidado de mí. Estuve ahí no menos de diez minutos, aunque es difícil de precisar. Finalmente regresó y se puso a muy escasos centímetros de mí: “Adrián, mi niño, esto te va encantar. Estoy desnuda. Solo llevo los tacones y las mismas braguitas que he sudado bailando. Ahora quiero que te arrodilles, pongas la cabeza baja hasta tocar el suelo y te prepares para disfrutar de mí”. Me incliné vencido por el deseo. “Sí, amor”, le contesté. Sus pies se deshicieron de los zapatos y descendió de sus tacones: «Ahora empezarás a olerme, me olerás toda, pero te quiero bien excitado, así que nada de tocarme, solo olerme. Empieza por los pies ¡Ahora!», me espetó. En ese momento mi penecito se puso erecto con una furia desconocida; me dolía de tanto que tiraba la piel. Acerqué mi rostro a sus pies todo lo que puede sin poder ver, con precaución, tratando de evitar el contacto por miedo a errar y verme privado de tanta excitación. Pero más difícil fue controlar el deseo de besarlos que la privación de visión. Cuando pude percibir el aroma de su piel sudada se hizo insoportable. Estaba a punto de llorar y ella lo notó: «Uiiiii, pequeñín, ya veo que me deseas tanto que te emocionas… jajajaja… pero recuerda que los hombres no lloran… «. Tragué saliva. Muy lentamente empecé subir por las piernas, oliendo como un perro, con el olfato multiplicado. Solo tenía una idea: su coñito. Cuando llegué al pubis me hizo detener. Abrió las piernas y retiró la braguita a un lado dejando el coño al descubierto: «Ahí, huélelo bien…respira profundamente». Yo no podía articular palabra. Imposible describir ni su fragancia ni mis sentimientos. Su coño olía a dulce y a salado a la vez. Seguramente había hecho pis mientras yo estaba de pie esperándola: «Eres un nene malo, cobarde…eres un guarrete. Sé que te mata el olor de mi coño. Seguramente te correrías oliéndolo con que te soplara un poco en la puntita», me dijo mientras se giraba. Iba a ofrecerme su culo. Entonces, con la inercia del movimiento, mi mejilla rozó sus nalgas tersas. Se volvió de golpe y me cruzó la cara con un sonoro bofetón: «¡Te he dicho que no me toques! Sabes que quiero que seas capaz de contenerte, ¡tengo que enseñarte tanto! De momento se acabó el juego». Le supliqué que no, «por favor, mi amor, no, necesito más». Solo recibí silencio por respuesta. Oí como se calzaba de nuevo y se alejaba. Otra vez me tenía ahí, arrodillado ahora, abandonado como un animalillo sin dueño. No obstante mi excitación no disminuyó. Arrodillado, esperando con la pollita erecta. No me atreví a moverme, temía perder el premio prometido. El dolor en las rodillas apareció de pronto, poco antes de que la oyera sentarse en el sofá: «Bien… espera un momento y cuando te diga te quitas el pañuelo de los ojos para disfrutar de tu sorpresa». Oí como un líquido se vertía en el interior de un vaso, no, dos vasos. Estaba preparando unas copas. Todo volvía a su lugar. Iba a follármela. Con una susurro meloso dijo: «Ya, puedes mirar». Recuerdo que deshice el nudo sin prisa, quería disfrutar ese momento. Al quitármelo, permanecí unas décimas de segundo con los párpados cerrados…preparándome. Los abrí, y no sé qué me hizo tomar antes consciencia de lo que vi, si mis ojos esforzándose por aclimatarse a la luz tenue del salón o la risa contenida de María: Estaba reclinada en el sofá rodeando a Valde cariñosamente con un brazo, mientras con el otro acariciaba su pecho fibroso. Los dos me miraban directamente. María, incisivamente y con un amago sutil de sonrisa; Valde, divertido y relajado. Él estaba en calzoncillos. Sé que en medio de la confusión, enseguida me fijé en el tamaño de su pene bajo la tela. Ella se había puesto lencería fina para la ocasión. Por eso se había retirado. Había ido a cambiarse. Sostén, braguita y liguero de encaje. Las medias de un negro ahumado hacían que sus piernas parecieran aun más largas. Toda estas percepciones se agolparon confusamente en muy pocos segundos, a la vez que un bufido de indignación y rabia crecía en mi interior. Creo que mis primeras palabras de protesta las hice aun de rodillas en el suelo. La imagen debió resultarles cómica de tan patética: «¿Se puede saber qué es lo que ocurre María? Esto no tiene ninguna gracia», dije levantándome. Puede que la furia fuera casi tan fuerte como la frustración que sentía. Su contestación resonó como si me diera con ella un segundo bofetón: «¡De rodillas!». Aquello no podía ser; yo necesitaba sacar fuera mi malestar e intenté seguir con algo parecido a una protesta. Me cortó: «¡He dicho que de rodillas! ¡Ya! ¡De rodillas, ya!». No puedo explicar muy bien mi comportamiento. Simplemente lo hice y espontáneamente agaché la cabeza. Pude notar como mis ojos se humedecían por momentos. Ella siguió: «Esto está mejor, ¿no te parece, Valde, cariño?». El gesto de Valde mostraba su complacencia con el espectáculo; ni siquiera se molestó en contestar con palabras, la situación hablaba por sí sola: «Eres un desagradecido, Adrián. Lo que va a ocurrir lo hago para ti. Valde está aquí para hacerte un favor. La verdad es que después de lo patético que resultó que te corrieras como un bebé estando dormido, yo pensaba ya en darte salida. ¡Virgen, aunque que sea mono y bueno para mí, cómo puedo salir con un hombre que se corre en los calzoncillos!». Creo que en ese momento quise morirme. Está vez Valde no pudo reprimir una carcajada: «…pero bueno, en el fondo sabes que te he cogido cariño de verdad, no sé… y que hay algo que me gusta en ti. Aun te quiero para mí. Por eso pensé en Valde. Lo he traído para ti, para que veas y aprendas cómo folla un hombre de verdad. Así que te quiero muy atento a todo lo que vamos a hacer él y yo». Entonces se levantó y vino hacia mí, que seguía con la cabeza gacha. Me acarició la mejilla y me susurró al oído: «Ya sé que duele, mi lindo cobarde, pero quiero que aprendas cómo se hace». Con esas palabras me resigné totalmente y, para mi desgracia, mi pene se puso de nuevo erecto. Ella lo miró, sonrió y me dio una última caricia antes de volverse en dirección a Valde que ya se levantaba para acogerla en un abrazo que extendió por todo el cuerpo de María. Le apretó el culo e inmediatamente se buscaron las bocas. El primer beso me pareció eterno. No se separaban; disfrutaban de saborearse y ofrecerse mutuamente los labios y la lengua. Con eso bastó para que yo quedará como hipnotizado. Sentía dolor, pero a la vez podía notar como mis pulsaciones descendían. No podía apartar la mirada de ellos.
María se quitó las braguitas y las lanzó en mi dirección. Quedaron frente a mí. Algo me dijo que no debía cogerlas, no debía olerlas; tampoco era necesario, estaban tan mojadas de flujos que el olor llegaba hasta mí. ¿Disfrutaba tanto de su crueldad que le había bastado para correrse con ese primer morreó ante mi humillada figura arrodillada? Ya con su dulce coñito al descubierto, se arrodilló para bajarle los calzoncillos al mulato. Fue la tercera hostia. María acogió en su mano su pene y ahora ya no cabía duda del tamaño majestuoso. No estaba aun del todo duro, pero María no podía cerrar por completo la mano en torno a su diámetro. Antes de besarle en la punta, se acarició ambas mejillas con él, como si fuera un animal autónomo y querido. Lo besó y sus besos expresaban que sabía el placer que iba a proporcionarle. Su lengua recorrió todo el talle varias veces y luego sí que el pene se manifestó en toda su potencia: «¿has visto eso, nene?», me dijo volviendo a reparar en mí. «Sí, lo veo…». Seguidamente se lo llevó a la boca. Le dio acogida entre la turgencia de sus labios que lo abrazaron con determinación y lentamente se fue tragando la polla de Valde hasta llegar a la raíz. Valde resopló. Ella la mantuvo unos instantes en su interior y después empezó a chuparla con cierta pausa de arriba a abajo. ¡Joder, era mi ángel chupando como un demonio! Un demonio experto. Ahora levantaba los ojos para mirarle a la cara sin dejar ni un momento de tragarse aquel pollón. A Valde le cambió la cara. Los instintos del macho afloraron. Vi como apretaba las mandíbulas: quería follarla ya. Se inclinó para agarrarla por la cintura y con una sorprendente facilidad la elevó para dejarla en el sofá. Le separó las piernas y se escupió en la mano para humedecerle el dulce coñito. No creo que hiciera falta, pensé, porque incluso desde mi posición podía ver la lubricación resbalándose muslos abajo ¡Estaba chorreando de deseo! Valde acercó su pene guiándolo con la mano y antes de meter su glande inflamado, lo utilizó para tantear entre sus labios. Y luego sí, con la misma parsimonia con que ella lo había acogido en la boca, él empezó a hundirlo en su vagina: «Ohhh… joder, Valde, cariño…qué buena polla! Con eso vas a romperme entera…¡Joder, qué gusto, cabrón!». Me lleno de dolor al recordarlo. Me duele imaginar la cara de bobo que debía poner, porque seguía sin ni siquiera moverme del metro cuadrado de suelo que María me había adjudicado. Al poco, Valde empezó a embestir con más fuerza y rapidez. María empezó a gemir. Valde empezó a gemir. ¡Se la estaba follando a gusto en mi puta cara!
¡Cabrón, no te corras dentro! No sé si llegué a pronunciar eso o solo lo pensé. Pero Valde se detuvo. Creí que estaba cansado y se tumbaría para que fuera María quien lo cabalgara. Pero no, la puso a cuatro patas para penetrarla por detrás. El mulato gritaba de goce. Y María levantó la cabeza para dirigirse a mí con las pocas palabras que podía articular: «¿Has visto, has visto?…mira cómo se jode…». Dejó que él siguiera tomándola. Poseer a alguien es exactamente eso que yo veía en aquel momento. ¿Dejaría que me la follara después? Mi pregunta fue interceptada por la irrupción de la voz de María: «Nene, ven aquí … quiero ver cuánto me quieres, venga, ven y demuestra que me quieres…». Juro que no me vi capaz de moverme. «¡Ven aquí, bobo!». Me acerqué a ellos, intentando ver lo menos posible a Valde. «Demuéstrame que me quieres… dame un beso en la mejilla». Sin duda aquella situación la complacía en extremo; el macho follándola y yo obedeciendo su orden de procurarle mimos. No, no eran mimos; me exigía una demostración de amor. Y lo hice, la besé en la mejilla con un cariño del que no sabía que era capaz, mientras las embestidas de Valde la propulsaban hacia mí. Acto seguido me aparté unos centímetros. Seguí arrodillado muy cerca de su rostro, viendo fijamente sus gestos de placer. Cada gemido era como si se me corriera encima para marcarme como a un perro con su olor de su sexualidad exultante. Y entonces, no pude cohibir mi impulso de darle una retahíla de besos. Me apreté a su mejilla de nuevo y empecé a besarla totalmente abandonado de mi mismo. A continuación, casi sin darme cuenta, empecé a acariciarle el lomo de la espalda. Me desplacé a gatas y empecé a besarle en el bajo vientre. Desde ahí podía ver los testículos de Valde golpeando en el pubis de mi niña. Yo la besé con devoción muy cerca del ombligo, metiendo la cabeza por el arco que dibujaba su cuerpo a cuatro patas. Ella me agarró por el pelo: «¡Aparta, Adrián! Ahora no», me gritó jadeando, «¡Ve a tu sitio!». Lo más doloroso no fue solo que no me dejara participar y me relegara a menos que cero en aquel juego, sino que estaba disfrutando, encendida, y por eso fui consciente de que mi expulsión no era un gesto calculado…solo estaba disfrutando de su macho y yo no pintaba nada en eso más que sufrir la humillación cómo a ella le apeteciera: «Tócate si quieres, pequeñin, tócate por mí si quieres». Lo recibí como una bendición. Me la meneé sobrexcitado.
Debían llevar ya casi una hora; María se había corrido varias veces. Yo tenía que hacer interrupciones, porque de seguir masturbándome ya me habría ido. Volvían a follar frente a frente, morreándose con ansía: «Dame otro más, Valde, dame otro más y te corres…quiero que te corras sobre mi coño». Valde aceleró. Su músculos se tensaban y María, de repente, justo antes de correrse de nuevo, me inquirió con voz ahogada: «Dime que me quieres…».
-Sí, te quiero, mi amor-, susurré, mientras Valde, gritando como una bestia, eyaculaba sobre ella.
El silencio se apoderó de la habitación. Me dejé caer al suelo replegado sobre mí mismo y con los ojos cerrados, hecho un ovillo. No sé cuánto rato paso. Imagino que no mucho. El tiempo que necesitara María para reponerse. Valde le preguntó si querría más esa noche. Ella le dijo que no, que ahora era mi tiempo. ¿Mi tiempo? No tardó en aclarármelo: «Adrián, tú aun no has terminado, ¿quieres follarme, verdad?¿quieres enseñarme lo que has aprendido?». Totalmente desconcertado dije que sí. Llevaba días esperando. Es como si me hubiera programado para llegar a ese momento y decir que sí. «Pues si quieres, tienes que amarme… amarme de verdad». Sí. «¿Qué harías para poder follarme?¿Cómo vas a demostrarme que de verdad me amas?¿Te comerías por mí la corrida de Valde?». Abrí los ojos atónito primero, inmediatamente angustiado. «Mira cómo me ha dejado el muy animal… me ha follado hasta el fondo sin ningún miramiento». No, María, eso no. «Ni he contado las veces que me ha hecho correr, pero lo quiero todo…tú sabes que lo quiero todo y lo merezco… mi nene… y para sentirme completa ahora necesito mimitos… que mi novio me cuide y me deje bien limpia». No, María, por favor, no. «Vamos, ¿no quieres follarme?… pues ven a lamerme, y me correré de nuevo mientras me limpias con tu lengüita». Te lo suplico, María. Lo que quieras, pero eso no, por favor, no. «…vamos, quiero correrme otra vez y quiero que me hagas correr tú ahora…verás que gusto cuando me corra en tu boca». Por favor, no. «Tranquilo, acércate, después podrás follarme». Me acerqué. El semen corría sobre su vientre, hacía un charco en el ombligo y manchaba el abalorio del piercing. Goteaba sobre la vagina, por los labios hinchados y se metía entre ellos hacia su enrojecido interior: «Come, pequeño…come, mi vida». Acerqué mi cara a su sexo y ella me acarició con el pie la punta del pene. El mundo se replegó en ese mínimo espacio rosado regado por un rio de leche y yo…suspiré antes de extender la lengua. Recuerdo exactamente su temblor en el instante previo a contactar con el semen del otro. Con el primer contacto noté la agridez por toda la boca. Tuve un momento de arcadas, pero pude contenerlas e inmediatamente después se abrió paso el dulce en el complejo sabor de su coño. Ahí estaba yo, con la cabeza hundida en sus muslos, y entonces lamí. Ella empezó a masturbarme con el brazo extendido, solo moviendo la mano como si apretara delicadamente una bola anti estrés. Lamí. Lamí poseído, ansioso por fundirme con ella, por comérmela entera, comérmela bien y fundir mi cara con ella, mi saliva y sus flujos. Ella me estrujaba suavemente con sus hábiles dedos para llevarme al borde del orgasmo. Ahí se detenía, me estrangulaba los testículos para contenerme y volvía empezar de nuevo. Y yo comí, indiscriminadamente, comí , ser solo yo y ella, comí; comí con fervor hasta notar la proximidad de su clímax en sutiles oleadas de convulsiones vaginales, la comí con un solo deseo en mi mente: hacer que se corriera en mi cara. Cesaron los jadeos, clavó las uñas en mi espalda y finalmente aulló, mientras me atenazaba el cuello con toda la fuerza de sus muslos. Cuando levanté la cabeza, la tenía empapada.
Me costó recobrar el ritmo respiratorio. Me levanté quedando de pie frente al sofá donde ella seguía con las piernas abiertas a mi vista frontal. Bajó los ojos para inspeccionarse el pubis: «Has limpiado…». Sí, he limpiado, contesté.» ¿Y quieres follar ahora?». Sí, contesté. «¿Estás seguro?¿estarás a la altura de Valde? ¿cuánto rato me ha estado follando él?… La verdad, no sé si debería dejarte. ¿Tú te das cuenta de lo qué has dejado que te hiciera, cobarde? ¿En algún momento te has planteado liarte a puñetazos con Valde?…¿No?… Ni falta hace que contestes, lamecoños. ¡Yo no follo con hombres que se dejan hacer eso!… Mira a Valde, mírale a los ojos, ¿ves en sus ojos lo que piensa de ti, calzonazo?». Pero tú me has dicho que… «¡Cállate!», me interrumpió de nuevo, mientras buscaba un cigarrillo en el bolso que tenía aun en el suelo. Se tomó su tiempo, inhaló tres o cuatro bocanadas sin dejar de mirarme. Una neblina de humo quedó suspendida entre ambos: «Está bien. Yo cumplo mi palabra, no temas mi nene… «. Sin transición alguna su expresión cambió y sus gestos se volvieron amables. Extendió los brazos indicándome que fuera hacia ella. Me detuvo con la mano en el pecho: «Vas a ser bueno, mi nene, vas a entrar poco a poco cómo yo te diga…primero un poquito, solo la puntita, ¿sí?». Asentí con la cabeza como un niño bueno. Me temblaban las piernas. Me cogió el pene y se lo acercó a su coñito. Hice un esfuerzo para no pensar en el tremendo de Valde en su mano. Pero ella ya guiaba mi puntita hasta la entrada de su humedecida vagina. Noté el calor que salía de dentro, a la vez que sentí mi penecito estirarse y retraerse el prepucio. Fue entonces cuando, al mirarnos los dos a la cara, lo vi y lo entendí. Su boca entreabierta trazó una mínima sonrisa de sorna, meneó la cadera dos veces sobre mi pene apenas entrado y me corrí tembloroso sin llegar a meterla, justo en el momento en que ella me giñaba el ojo con total crueldad. Me corrí sin follarla, manchando su vulva de diosa.
«Bueno, la única ventaja es que ahora ya sabes limpiar». Mi percepción retrocedió hacia mi interior. La vergüenza es una fuerza centrípeta muy poderosa, pero aun tuve tiempo de oír como los dos se reían. Ya a lo lejos, la voz de María, definitivamente no vales para esto, mi nene; si vas a ser mi novio veremos cómo se soluciona esta miseria… pero claro que, visto lo visto, tampoco creo que vaya a ser un problema, ¿verdad?…Valde, ¿cuánto hace que no vas a Roma?…
En el exterior del edificio la tormenta golpeaba los vidrios de las ventanas. (Continuará…)
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