«RECUERDOS DE ANDRÉS».

Llegados a este punto, creo que debo contarles algo más sobre María. Empiezan a saber de mí, pero poco aún de ella. Sin duda, alguno estará tan sorprendido de los hechos acaecidos hasta el momento como atolondrado me quedé yo después de esa experiencia. Y es que la refinada maldad de que hizo gala con exquisita precisión no es algo que se improvise al momento, ni se aprenda de un día para otro. Su actuación fue la de un depredador consciente y calculador que a la vez disfruta de su caza y captura.
Es cierto que María había dado muestras de tener un carácter dominante, de que le gustaba asumir ese rol, pero para mí, era algo imputable a sus orígenes humildes, al oficio con el que debía subsistir y, por lo tanto, digamos que a una especie de venganza que ahora ejecutaba ante un hombre que en parte debía parecerle pusilánime -según sus patrones socioculturales-, en parte atractivo y especial, a la vez que una oportunidad de acceder a una vida mejor. ¡Qué ingenuo fui!
Sí, era una mujer dominante, pero como una tendencia ligera de carácter, sino que lo llevaba inoculado en la sangre; su deseo de dominación era algo instintivo en ella, por un lado, pero por el otro, era el resultado de una enorme experiencia acumulada no en ridículas mazmorras de cartón piedra, sino a lo largo de su aún corta pero intensa existencia.
Buena muestra de ello es lo que me contó una tarde que transcurrió algunos meses después de ese iniciático día junto a Valde. Lo cierto que hasta ese momento poco me había querido contar de su vida. Pero esa tarde le apetecía.
Habíamos comido en casa (sí, vivíamos los dos en piso de ella -pero esa es una historia que contaré más adelante). Había invitado a unas amigas a su casa y yo les había preparado una rica comida. Recuerdo que preparé una ensalada de anchoas del Cantábrico y requesón, abrí unos berberechos frescos al vapor y aromatizados con hierbas que yo mismo cultivaba en la casa, y un steak tartar -que era el plato favorito de María-. Fue una jornada divertida. Siempre que sus amigas vienen a casa, nos reímos un montón. Son locuaces, frívolas en las maneras y tremendamente alegres. Y no se les pasa el contento de divertirse con la situación, a pesar que hace ya un buen tiempo que están al corriente de la situación en que me tiene María. Pero ahora no quiero alargarme. Solo diré que disfrutan de la normalidad con que María me trata como pareja, pero sin ocultar mi condición de sumiso suyo y sin vacilar en humillarme y ponerme en evidencia. Solo como ejemplo diré que solo pude sentarme a la mesa después de servirlas y haberme arrodillado, paño en mano, a limpiarles los zapatos a las cuatro, que ya estaban sentadas, y habían empezado a comer.
Pero lo que ahora nos ocupa, es que después de los cafés, puede observar como María cambiaba la expresión. Era como si una tristeza reflexiva se hubiera apoderado de ella de improviso. Sus amigas se dieron cuenta también, así que pronto le preguntaron si le apetecía estar tranquila, que por ellas no había problemas. María ni siquiera les respondió. Se limitó a sonreírles cordial y lánguidamente, como agradeciendo su discreción. Ellas se levantaron y se despidieron de ella con un beso en la mejilla, olvidadas de mí: «Niña, si necesitas algo, sabes que solo tienes que pedirlo». Ella les volvió a sonreír. La querían. Ella era carismática.
Yo también preferí ser discreto. Me fijé como se levantaba y se tumbaba en la chaise longe. «¿Quieres otro café, mi amor?».
Cuando regresé con el café, me indicó que fuera hacia ella. «Anda, siéntate aquí en el suelo a mí lado». La descalcé y la arrope antes con una mantita ligera. Ella me acarició el pelo como quien trata con un niño que no puede entender y yo apoyé la cabeza en sus muslos, como un perro fiel que detecta la tristeza de su dueña y poco más puede hacer que amoldarse a su estado anímico, entristecerse con ella.
Se tomó el café a pequeños sorbos -ella que bebe la vida llevada de una vitalidad sedienta-. Cuando me devolvió la tacita para que la recogiera, le miré a los ojos, y reaccioné. Aquello tan especial que ella me brindaba, me exigía en ese momento tener capacidad de respuesta. «María, creo que si estás conmigo, en el fondo es porque sabes que soy de los pocos hombres que hay en el mundo que pueden vivir esto más allá de la simple satisfacción de una fantasía y sin ser un simple memo inútil. Creo que deberías contar conmigo para explicarme qué te pasa». «Tal vez después», me contestó.
Me pidió que pusiera una película, que necesitaba no pensar en nada. La vimos juntos, conmigo a sus pies y justo cuando salieron los créditos pulso la pausa con el mando a distancia. «¿Crees que soy mala?». La verdad es que pasaron unos segundos antes de que yo le contestará. No sabía muy bien qué decir. Resultaba evidente que la pregunta era un pozo sin fondo -como suele decirse- o, mejor, un pozo profundo de cuyo fondo yo no sabía nada.
«No, claro que no, amor mío…¿cómo puedes decir eso? No, no creo que seas mala». Y entonces fue cuando ella empezó a hablar.
«Verás, lo que quiero contarte empieza hace mucho tiempo. En realidad es una historia cuyo origen podrían contarte muchas chicas como yo… y también otras que nada o poco tienen que ver conmigo, salvo en eso. No sé, supongo que es algo que toda niña cuando empieza a dejar de ser niña descubre, que es algo que está en leyes que no podemos controlar. No sé explicarlo muy bien. Y puede que seguramente sea una ley cruel. Tan cruel como cierta y, hasta cierto punto bella. Seguramente digo mal cuando digo que todas las niñas cuando empiezan a dejar de serlo descubren. Mejor debería decir las niñas bellas, o lindas, o atractivas, o… no sé… niñas que tienen eso. Eso que gusta a los hombres, a los chicos, a los niños… ¿Me entiendes?». Creo que sí, le contesté.
«Sé que no es culpa mía que esto ocurra, pero ya no tengo tan claro que responsabilidad tengo en lo que yo hago con ello. Verás, empezó todo siendo aún muy joven, hace mucho y muy lejos de aquí. Tú sabes, sin que hayamos hablado directamente de ello que para mí las cosas no eran sencillas entonces. Es posible que eso tengo algo que ver, pero no estoy segura. Creo que chicas de todo tipo, de toda clase, se levantan por la mañana sabiendo cómo son los cosas, y muchas aún no se han quitado el sueño del rostro cuando se visten por la mañana, y saben lo que ocurrirá a su alrededor. Es tan, tan evidente. Ocurrirá en la calle, en el metro, en la escuela, tal vez también en casa durante el desayuna ya ocurrirá. Está en los ojos de los hombres y está en el aire. Es algo que se huele. No lo digo como quien dice… lo digo tal cual suena: es algo que se huele y habría que dejar de respirar para no olerlo, y dejar de mirar. A veces me digo que solo es cuestión de agachar la cabeza o levantarla, cuando todo eso es tan evidente. Pero puede que solo sea una excusa que me doy a mí misma. No sé.
El caso es que empezó hace mucho, lejos de aquí, todos los días y en todas partes. Pero sobretodo en el colegio. Sí, todo empezó en el colegio. Lo concreto quiero decir… Yo tenía una amiga, Paula. Todo lo hacíamos juntas. A todas partes. Complicidad. ¿Así se llama, no? Éramos cómplices y las dos éramos guapas. Guapas y descaradas. Las dos levantábamos la cabeza. Las dos éramos descaradamente guapas. Tú sabes. no niñas monas. Yo creo que se podría decir que nosotras también olíamos. No sé decirte. Era como si ellos, los chicos, los hombres, los niños del cole… pudieran olernos. ¿Cómo decirlo si no es así?
Estaba Paula y también estaba ese niño que venía a nuestra clase, Andrés. No estoy segura que Andrés nos oliera como los demás. Era tímido y retraído. Feúcho y delgadito, el pobre. Los demás niños no le hacían demasiado caso. Pero tampoco era objeto constante de burlas por su parte. El caso es que Andrés se acercaba a nosotras, pero no creo que nos oliera, no al principio -después sí-; de entrada lo que él percibía era que poder estar junto a nosotras era bueno para él. Bueno para él en relación a los otros chicos. Y sin duda yo le gustaba aunque todavía no me oliese.
Y entonces empezó todo. Y solo de una cosa estoy segura. Disfruté con lo que le hicimos a Andrés, Paula y yo, o tal vez yo, sobretodo. Disfrute y no he dejado de disfrutar. Y cuando ahora lo recuerdo, ¡Virgen Santísima!, reconozco que me humedezco. Deja que te cuente…».

Continuará…

 

 

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